martes, 21 de septiembre de 2010

La isla de la fantasía

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Me persigné al pasar frente a la iglesia Castrense, que se sigue llamando así pero ya no es más de los milicos. Siempre me pareció una contradicción que, en vez de imágenes de santos, en la entrada hubiera unos vitreaux de San Martín y de Belgrano y de otros soldados a caballo y escenas de batallas de la independencia. Dios es amor, pero detrás del altar, otro vitreaux muestra a un legionario romano junto a un niño que le está cortando el cuello a un corderito. En esa iglesia una vez lo vi a Videla.

Yo era chico, estaba en séptimo grado. Videla era presidente. Mi escuela había sido fundada por el Padre MacKinnon, que todavía era párroco de la Castrense y tenía el grado de mayor del ejército. Se hacía una misa en esa iglesia porque la promoción de Videla cumplía no sé cuantos años de egresados. A mí me tocó ser monaguillo en un sorteo que se hizo entre los chicos más buenitos. Mi vieja estaba re orgullosa.

El Mono Calvet era mi compañero de banco. Me quiso comprar el lugar porque en su familia eran todos militares y se moría por estar cerca de Videla. Los abuelos del Mono habían venido de San Luis para el evento. Pero el Padre MacKinnon se enteró, lo cagó a sopapos y lo puso a limpiar el patio de la escuela durante una semana.

El día de la misa, la iglesia estaba llena de gente y de milicos viejos en uniforme de gala. Había cámaras, periodistas y fotógrafos y un montón de colimbas armados con FAL. Uno de ellos me regaló una bala de salva antes de empezar la ceremonia. En la sacristía el cura me repetía mil veces lo que ya sabía: cuando le sostengas la patena al presidente, no lo mires a los ojos, no lo mires, mirá mi mano con la hostia y no la pierdas de vista.

Me transpiraban las manos. Siempre tenía miedo de meter la pata, de no pararme en el lugar adecuado, de confundir un momento con otro. Desde mi asiento en el altar podía ver todo y distraerme fácilmente. Ese día preferí concentrarme y buscar una cara conocida. Encontré al Mono Calvet espiando la ceremonia desde la sacristía. No se animó a decirle a su parentela que al final no iba a estar de monaguillo y se escondió desde temprano en un baño, dijo que estaba descompuesto por los nervios. El Mono me envidiaba. Me clavó los ojos y movía los labios: hijo de puta, hijo de puta, hijo de puta. Entonces, empecé a mirar para otro lado. Mi punto favorito de distracción era el vitreaux detrás del altar, el del soldado, el niño y el corderito degollado. Videla y los otros que estaban en la primera fila parecían estatuas de piedra. Me fijé bien y no los vi ni pestañear durante todo el sermón. No escuché nada de lo que dijo el cura, pero creo que ellos tampoco.

Después me tuve que mover un poco más. Busqué las ofrendas, leí las intenciones y ayudé al cura en la consagración. Me olvidé de Videla hasta que vino la parte de la comunión y volví a ponerme nervioso. Me paré al lado del Padre MacKinnon y me enfoqué en él, como movía los brazos y llevaba la hostia a la boca de cada militar. Cuando el cura me miró fijo, me di cuenta de que venía Videla. Sostuve la patena bajo su pera con la mano temblorosa. Me llamó la atención un lunar grande, lleno de pelos, que tenía justo arriba del cuello del uniforme. Me dio asco. Recordé las palabras del Cura y dejé de mirarlo. Giré la cabeza y me quedé viendo al niño del vitreaux que cortaba el cuello del corderito. El niño tenía una sonrisa dulce y la mirada perdida en el legionario. Lo miré al Padre MacKinnon y todavía hoy sueño con sus ojos llenos de odio y con la paliza que vino después. La hostia se había enredado en el bigote del General, rebotó en la patena y cayó al piso. Videla también me miró con esa cara de corderito que tenía. Me iba a agachar para agarrar la hostia, pero el Padre me dijo que no con la cabeza y le dio otra. Videla dijo amén y se fue caminando por el pasillo, marchando como un soldado. Las cámaras lo mostraban de todos lados. En la tele no se vio que llevaba la hostia pegada en un zapato.


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