jueves, 14 de octubre de 2010

Enfermo de la pija

Cuando dijeron que se podía operar me puse bien. Al principio, después me empecé a preocupar. Eso de que fueran a hacer un tajito ahí y que detallaran cómo iba a ser toda la operación me pareció más un toque morbo que una necesidad terapéutica.
No era cuestión de andar experimentando. Por esos días me había propuesto definir cosas que estaban inconclusas, que se acumularon de tanto tirar para adelante y dejar jirones que después se transforman en lastres: la sucesión de mi viejo, la venta de un departamento en común con mis hermanos, el divorcio.
Además estaba buscando un cambio de forma, quería delinear un estilo, impresionar desde el principio. Había empezado como un pasatiempo, después de terminar la facultad, pero el hobby había crecido y necesitaba una expansión, un giro. Algo había que hacer. La crisis de los cuarenta estaba a full.
En ese afán coleccionista de dejar todo catalogado, en plan de reorganización, empecé por ir al médico. Un amigo dice que uno se busca los problemas y también las enfermedades. Parece mentira, pero cada vez estoy más convencido de que tiene razón. Desde que fui al médico, las puntadas que sentía cada vez que iba a mear eran como si adentro de mí se hubiera desarmado un reloj a cuerda y las piecitas, esos engranajes metálicos puntiagudos, buscaran la salida a través de mi pito.

El otro día al salir del baño, en la casa de mi vieja, no sabía cómo hacer para disimular el dolor. Estábamos por almorzar. Nos habíamos reunido para definir lo del departamento. Yo no podía olvidarme de mi pija y todo me llevaba a pensar en eso. Constantemente. Mi cuñado cortaba un salamín con una dedicación absurda. En la otra punta de la mesa, mi hermano desenfundaba una baguette y procedía a cortarla con un cuchillo dentado. Mi hermana y mi vieja enrollaban canelones en la cocina, sacaban lo que sobraba del relleno y lo devolvían a la fuente con un latigazo de la mano. Al lado de ellas, la novia de mi hermano le daba con el pelapapas a una zanahoria bastante grande. Me escapé de la cocina y salí al patio agarrándome ahí, tratando de que nadie me viera. Los perros estaban disputándose un chorizo que robaron de la parrilla. Los chicos se reían y me tuve que ir antes de que le arrojaran otra cosa a los perros. Me encerré en la pieza de mi vieja. Me tiré en la cama y prendí la tele. En Discovery Health estaban haciendo una operación de colon harto sangrienta; en Gourmet estaba el japonés gordo y simpático explicando cómo cortar el sushi sin que se desarme todo; y en Utilísima una señora estrujaba una pasta de papel con ambas manos hasta formar un palo que luego cortó en trozos. Apagué la tele y volví al comedor. Mi hermano estaba con la botella de vino entre las piernas y puteaba porque el corcho no cedía. Para colmo, la más chiquita me dijo: tío le sacás punta a este lápiz.
Los mandé a todos a la mierda y me fui a la calle.
Tratándose de una persona que intentaba reinventarse a los cuarenta, la actitud de adolescente escapista fue la más indicada. Parece mentira que la pija y sus dolores se hayan vuelto el centro de mi vida y que todo girara alrededor de eso con una saña que parecía deliberada.
En la calle advertí que había más aire, el frío no soltaba del todo a la primavera, pero los brotes habían empezado a surgir igual. Avisé que no me quedaba a almorzar y me fui. Caminé en zig-zag. El domingo a la tarde el centro estaba despoblado. Había unos viejos durmiendo en colchones en la calle, otros revolviendo tachos. Dos o tres tipos estirando el cogote o tapándose el reflejo con una mano para espiar el partido desde afuera de un bar. Todos los negocios cerrados salvo, cada tanto, un kiosco. Quería dar vueltas para no volver a lo mismo.
Llegué a Constitución. El décimo muchacho que me tiró una tarjetita para entrar a un sauna me dijo: cagón, ¿a qué venís por acá? No dudé. Había oído hablar que el veneno de las víboras se extrae chupando la zona afectada, ¿quién no lo sabe? Pensé que una mujer experimentada podía sacarme el armadillo que tenía horadándome la pija por adentro. Le pagué al flaco de mala muerte que se apostaba en la entrada. El tipo gritó que iba para una chupadita. Subí por la escalera y, pobre, a la chica le faltaban dos dientes de adelante y no le importaba sonreír.
No es que no estuviera dispuesto a todo, al contrario, haber entrado ahí fue una muestra, un impulso desesperado para sacarme el dolor. De última, era un intento por apenas unos pesos que podía evitarme ir al quirófano. La operación consistía en una serie de pequeñas incisiones en la ingle, pero una sonda debía introducirse por el pene para drenar. La anestesia iba a ser local, sin riesgos. Preferí probar con la chaqueñita sonriente.
La mina se arrodilló sin preámbulos, tiró del jogging, se me prendió como sopapa y empezó a hacerse la sexi. ¿Pero para qué me miró? Mostró esos huecos faltantes en su boca, la lengua verde de mate y encima tenía un moco a punto de caer sobre su labio. Era imposible que se me parara, por más que hubo esmero de mi parte y que fue admirable su tenacidad. Decidí que todo había terminado cuando me preguntó ¿queré que te chupe lo huevito? Escapé corriendo. El flaco de la puerta se rió de mí.
Esa tarde caminé mucho, llegué al borde del Riachuelo. Me dieron ganas de mear o de matarme. Nunca antes había hecho pis en ese río podrido. El meo no se mezcló con el agua aceitosa, tampoco salpicó. Se formaron diseños búlgaros, trazos sicodélicos de colores, nubes irisadas levemente, hasta que la capa negra de la superficie se tragó todo el pis. Al final del chorro, el dolor se hizo insoportable. La chaqueña había hecho poco y nada en lo sexual, pero se ve que sabía algo de sacar el veneno de las picaduras de víbora. Un pedacito de carne rosa del tamaño de una semilla de melón salió por la punta de mi pija y quedó ahí pegado. Me asusté y lo saqué de un tincazo. Lloré en cuclillas durante un rato, mientras miraba el cachito sobrante y más atrás la chimenea de un barco hundido.

Subí la escalera de la escribanía. Arriba me esperaban para cerrar la operación. Traté de llegar con el acto empezado. Mi hermana y mi vieja me reprobaron con la mirada. Mi hermano mandó un llegaste tarde boludo y a mi cuñado ni lo miré. Este era el que faltaba, dijo una secretaria. Apenas me senté me dieron ganas de mear. Cuando retengo, el dolor empieza desde adentro de los huevos y sé que la salida del pis va a ser terrible.
El escribano se puso pesado con la documentación y se creyó en la obligación de hacer chistes o rimas con los apellidos. Cuando se paró para indicarme dónde debía firmar, pude que tenía una bolsa de diálisis adherida a su cintura y un cañito que se perdía por detrás. Un líquido amarillo fuerte se agitó dentro de la bolsa cuando el hombre cerró su saco con una mano y con la otra señalaba insistente adónde debería estar mirando. Firme aquí, señor. Hay cosas peores, lo sé, pero eso no me aliviaba.
Esa semana seguí decidido a terminar con todo. Fui al hospital y me hice los análisis para el preoperatorio. Si había que cortar algo, que lo hicieran de una vez. Me iban a operar. La enfermera me dijo que me sacara la ropa y que esperara en la camilla. Hacía frío. La sábana estaba dura, también la camilla. La valentía se me estaba acabando y mi pija parecía un pajarito asustado. La mujer volvió a entrar sin pedir permiso, total yo tenía que estar en bolas. Tenía una bandejita en la mano, una gasa y una Track dos. Acuestesé. Tomó al gorrioncito por la puntita y desparramó la espuma con total naturalidad. Luego, sin dejar de tironear, comenzó a pasar la afeitadora a contrapelo. Por su propia condición salvaje, el animalito suele ser desobediente. No pude detener la erección. La enfermera le pegó un golpe seco de revés con los nudillos. La vergüenza superó al dolor. El dolor superó a la vergüenza. Como el pato Lucas cuando se traga una dinamita, los ojos se me hincharon de sangre, el pico se me fue para atrás y casi me desmayé.
En ese momento sonó el celular. Ahí empezó otro tema. Mi ex mujer. ¿Donde estás? Qué te importa. Bueno, es verdad, me importa un pito, es que Alberto dice que esta misma tarde tenés que venir a firmar lo del divorcio. ¿Tenés?, no, no tengo nada. Ahora estoy por cogerme a dos cubanas, si me quedan ganas después paso.
Corté y apagué el teléfono. La enfermera me miró raro. Le expliqué que desde que mi ex se encama con un abogado, hasta las complicaciones se complican, toda estrategia es inútil.
En las crisis, en cualquiera, lo ideal es saltar sin pensar adónde se va a caer. Mi amigo, el que habla de las enfermedades que nos buscamos nosotros mismos, me dijo que una persona que manifiesta cierta patología tiene que curarse antes de recurrir a la medicina tradicional. Y peor en el caso de que la solución sea por vía quirúrgica. Él insiste en que si uno mismo se crea los problemas, uno mismo puede sacárselos y si no lo hace volverá inevitablemente a generar la misma enfermedad después de la operación.
El anestesista me dijo que con la peridural no iba a sentir nada de la cintura para abajo. Pero, ¿dónde queda mi cintura? Sentí perfectamente como una cánula gruesa trepaba por mi pito hacia las bolas. Esta vez me desmayé mal. Lo último que escuché fue al cirujano: no te preocupes, te va a quedar cero-ka-eme.
Al final era tan simple. Debió haber sido más prolijo y sin tantas vueltas. Desperté mirando un reloj que estaba colgado en una pared de azulejos blancos. Ni bien abrí los ojos vi a la enfermera que me había afeitado. Así que resultaste blandito, menos mal que te dormimos. Si te duele la cabeza avisá, yo ya vengo. Tres segundos tardé en tocarme y buscar qué era lo que me habían dejado. Por la anestesia, no podía incorporarme a mirar, pero estaba ahí y, según lo que palpaba, estaba intacto.

Unos días después el dolor se fue. Vida normal. Los otros problemas seguían molestando. La escritura se abortó por un problema en la sucesión y no fui un carajo a firmar nada a lo del abogado que se coge a mi ex. Además, el tema de la crisis de los cuarenta seguía sosteniéndose a pleno. Pero, el pingo respondía, por lo menos ya meaba sin dolor y, para el resto de las funciones, ni más ni menos que lo mismo de siempre.

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