martes, 23 de noviembre de 2010

La chica del pomelo

Quiero saber quién sos, ¿cómo es posible que te vea comer un pomelo y me despiertes el deseo de comerte los labios? ¿Qué tenés en esos ojos rasgados o en esas cejas afiladas que hacen de mí un pedazo de músculo lleno de sangre? No sé por dónde empezar, cómo acercarme y ya sé que estoy medio metido en esto. Te quiero encontrar siempre así como te veo ahora, pero no sé si me animaría a quedarme cerca o si te hablaría alguna vez.


No está bien que lo piense y no te lo diga: me quedaría un buen tiempo, una siesta entera, lamiendo tus piernas desde la punta de tus dedos, uno por uno, cada pie. Luego pasaría al empeine y de ahí al talón y otra vez a los dedos y así, hasta el tobillo, ida y vuelta acariciándote con mi cara, yendo cada vez más arriba y volviendo a los pies. No está bien que siga. No está bien que siga pensando en eso como una fantasía. No lo voy a hacer, no voy a pensar. Lo voy a hacer.


Entonces te iba a pedir permiso para pasar cerca de vos o algo así o te iba a decir de ir a la plaza a tomar un helado, cualquier cosa. Y no, no te pedí permiso, ni te invité a nada, te miré desde mi mesa y te pregunté directamente, sin moverme de mi asiento, si comiendo pomelos es que te convertiste en esta mujer escandalosamente hermosa o si siempre fuiste así y, en este caso, cómo es que nunca te había visto acá, que vengo siempre y siempre me aburro mirando esa pared llena de trofeos de plástico y fotos de Gardel.

No hay comentarios:

Publicar un comentario