miércoles, 17 de noviembre de 2010

Otro día para usar botas de lluvia con lunares amarillos

But there's one thing, one thing I can't forget
because it's in my head
and I think about it when I'm in bed.
Do you know what it is?
Luca Prodan, Heroina, 1986.



Tengo la cabeza hundida en el hueco de una almohada suave. En el hueco de una almohada con olor a vos. Hay estrellitas fluorescentes en el techo y un saturno anaranjado y una luna poceada. Siento el olor del café, tus pasos en ojotas, el roce de tu ropa cuando vas de un lado al otro. Estoy tapado hasta el cuello con tus sábanas inglesas y una frazada liviana, calentita, color ciruela. No me puedo levantar. No quiero.

Las ramas en la ventana se mueven por el viento. Es un viento gris que mueve con cuidado las ramas con pocas hojas de un árbol que no conozco. La llovizna empezó temprano, en la madrugada, y seguirá todo el día, todo el mes en tu país sin sol y del que me tengo que ir en dos horas y no quiero.

¿Cómo podré hacerlo?



El fondo de un shot de ginebra y otro y otro y muchos más es lo primero que recuerdo. Estaban empezando a llegar los monos. Los veía bajar por la escalera al sótano, entre caños y rejas de metal. Caños y rejas pintados de celeste y blanco. Estaba oscuro. Las luces de la disco hacían que todo se viera a lunares de colores, pero en sus botas de lluvia los lunares eran amarillos. Y los monos bajaban colgándose de los brazos y de las piernas y se agarraban con tanta facilidad de las barandas y de los hierros que resultaba admirable ver como se descolgaban entre la gente.

Yo amaba a una chica inglesa. Una rubia con pecas y ojos del color de un billete de dos pesos de ahora. Shannon. No sé qué hacía ella en Buenos Aires en 1986. Nadie lo sabía. El barrilete cósmico había soltado su magia esa misma tarde y fuimos todos a emborracharnos después de esos dos goles apoteóticos. La cintura de Shannon cabía en mi mano. Me la quería coger ahí mismo y demostrarle por qué los argentinos somos los mejores.

Sou… Siguen llegando los monos, le dije, es un disco nuevo de Sumo. Egres una pergsona mucho integresante. Ah, sí. Me contó que en Malasia, en la selva de Taman Negara, es posible que un mono se descuelgue de las ramas para raptar a una mujer, pero no para comerla. Y cuando me dijo eso último puso cara de ¿me entendés? y abrió un poco la boca y chupó de la pajita. Una de las hojas de menta del mojito se le quedó pegada en el borde del labio y se la saqué con la lengua. Sentí su gusto y pensó que le estaba dando un beso. No me pude soltar más. Ella buscaba emociones y estaba rodeada de monos multicolores a lunares, monos sacados, con la celeste y blanca mojada de cerveza, monos que bajaban de las ramas a raptarnos y nos iban a llevar a la parte más caliente de la selva, a un rincón entre sillones cuadrados de cuerina blanca y mesas repletas de vasos de plástico que se caían, mientras en la pantalla gigante se repetía en un ciclo enfermizo el slalom entre Reid, Samson, Butcher, Fenwick y Shilton y, cada vez que la pelota volvía a entrar, los monos gritaban ¡goooool! y los huesos de mi pubis chocaban más fuerte contra su cola.

Así empezó todo con Shannon. El día que Dios, el Dios con mayúsculas, les hizo el orto dos veces a los ingleses y yo había tomado tanta ginebra que me enamoré de esa chica de ese país con ese idioma tan simple que cuando terminó el partido dijeron oh, shit! y nada más. Vamos a tomar algo que nos ponga la sangre blanca a flor de piel y a garcharnos a un argentino para sacarnos el mal humor. Seguro que lo pensó de otra manera, con otras palabras, pero ella sabía lo que quería. En mis venas no cabía más ginebra. Tuve que largar todo. Me dormí en algún lugar, apoyado en sus tetas.

Amanecí atrapado entre unas piernas blancas. Estábamos enroscados en las sábanas de un telo de Congreso. Ella tenía puesta mi camiseta de la selección, anudada en su cintura y dormía con una sonrisa. Toda una conquista. Estaba acordándome del primer gol. Fue mano, ¿y? Cuando abrió los ojos le dije que la amaba y me contestó que hacer goles con la mano es trampa. A llorar a la iglesia, inglesita. Se soltó el pelo y me clavó sus uñas en la cola para que la penetrara una vez más.

Así estábamos. Soltate con Wellapon, soltate. Shannon era mi heroína. Sus manos me apretaban contra su espalda mientras le lamía el cuello y le cantaba la canción que tanto le gustaba.

Nos fuimos a su casa alquilada en el Abasto, cuando el mercado era un mercado cerrado y abandonado y no un barrio, ni un shopping lleno de ratas. Es el día de hoy que no puedo pasar por esa cuadra. No voy a decir dónde es porque la música de esa palabra, con sólo mencionarla, me pone mal. Le enseñé lo que Luca nos enseñó de ellos, esa tristeza pesada como la lluvia, esa facilidad para aceptar todo lo que les pasa con la misma cara. Me resultaba difícil que entendiera ciertas cosas como el sonido del bandoneón y esa queja constante que tenemos los argentinos.

La llevé hasta Fiorito, le mostré lo que es un potrero y por qué de ahí sólo pueden nacer cracks y me gastó un buen rato porque tuve que usar una palabra inglesa para decir lo máximo de un futbolista. A Shannon le gustaba tomar mate con bizcochos de grasa hasta que le doliera la panza de las ganas de hacer pis. Se hizo fanática de las mollejas y los riñoncitos con limón. Caminamos por todas las plazas, le gustaba el sol, los chicos morochos, el calor, mi risa, se estaba argentinizando.

Vimos el resto del mundial tirados en su cama para uno. Cuando Burru hizo el tercero tenía mi pija en su boca. ¿Entendés? Fuimos a ver a Sumo en Obras. Ya no hay más monos, no existen. Si nos estamos extinguiendo nosotros y nuestro planeta, de los monos ni hablar. Pero, si es que llegan, llegan con todo, y yo los voy a ayudar, dijo Luca. Era 9 de agosto y dos días después Shannon se volvió a su país con su pollerita escocesa y la polera blanca ajustada y el gesto frío de su raza tapado por muchas lágrimas en esos ojos rojos que no me voy a poder olvidar. Es que en su valija estaba mi remera, la celeste y blanca, la que nunca, hasta las Malvinas, se había atado al carro victorioso del enemigo. La que se rindió, por segunda vez con el mismo país, y se fue con Shannon. Nunca la voy a lavar, sabés, no se lava la bandera. La quiero planchadita, le dije y se rió porque sabía de lo que yo hablaba. Y la quise más.

En la navidad del 87, cuando murió Luca, se tomó un avión. Nos quedamos juntos quince días. Entendió las lágrimas del bandoneón y yo que su pueblo no era tan duro como parece. No esperaba tanto. Me asusté. No hablamos del futuro. Después, yo viajé para allá dos veces en diez años. No fue lo mismo. Caminé por las calles de su ciudad, nos emborrachamos en todos los pubs para no darnos cuenta de que no iba a haber más goles con la mano, ni más corridas frenéticas entre inglesitos duros de piel blanca.

Una noche de beer in the evening, en la barra del Dog and Duck, marqué un rectángulo con el dedo mojado de cerveza. Puse dos chopps haciendo de arco y pedí vasos de tequila para posicionar a los jugadores ingleses. Mis dedos índice y mayor eran las piernas mágicas y Diego corría esquivando vasos, llevándose atada la chapita de una John Smith hasta dejarla mansa entre los dos chopps. Les intenté explicar por qué Diego había esquivado a Butcher por la izquierda y los amigos de Shannon no lo pudieron entender. ¡Qué lindo es ser argentino! Por eso, me quedaba hasta que no podía más. Y a la vez, no aguantaba saber que me tenía que volver porque había un resorte clavado en mi espalda que me traía inevitablemente de vuelta al país.



¿Cómo podré hacerlo?

Me tengo que ir en dos horas y no quiero. Luca me canta la justa. Yo amaba a una chica inglesa. I used to love an English girl. Pero hay una cosa, una cosa que no puedo olvidar, porque está en mi cabeza y pienso en ella cuando estoy en la cama. ¿Sabés lo que es?



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