miércoles, 29 de septiembre de 2010

La tumba de Espeche

Acá la tierra es colorada. Para los misioneros la tierra es colorada, es anormal que haya tierra que no sea colorada. No dicen: me ensucié con tierra colorada, dicen: me ensucié con tierra.
Nos habíamos metido por un camino de tierra, queríamos embarrar la camioneta, ponerla en 4x4 y hacer un poco de ruido. Dejamos la ruta asfaltada y atravesamos la ciudad de Corpus para acercarnos al Paraná. Corpus es una localidad relativamente conocida porque hay un proyecto de construir una presa (técnicamente déjenme decirles que no se dice represa) para completar la cadena energética Itaipú-Corpus-Yaciretá a lo largo del Paraná y así proveer de felicidad a millones de hogares argentinos, brasileros y paraguayos cuando ya no quede más petróleo.
Pasando Corpus, el camino que agarramos era un túnel estrecho cavado entre los árboles. Las ramas cruzaban por arriba formando un techo que apenas filtraba la luz del sol. Dicho así parece literatura, pero era posta. A los costados del camino no se veía una sola fisura como para poder entrar y aventurarse. La camioneta se quedó con ganas de barro.
El camino nos llevó a la orilla del río y terminaba descendiendo, hundiéndose en el Paraná. Ahí mismo anclaba una barcaza como para cruzar uno o dos autos. Del otro lado es Paraguay. El lugar se llama Puerto Maní. Allí funciona una aduana y un puesto de gendarmería. El sábado a la tarde no había aduaneros, ni gendarmes a la vista. Unos cien metros aguas arriba, unas personas pescando con hilitos y boyas. Nos saludaron con la pera y siguieron en lo suyo.
Era clarísimo, bajamos cuatro tipos de una Toyota. Anteojos unos, barba otros, ropa costosa, caminamos hasta la orilla. Vimos un rato qué onda y nos dimos cuenta que podíamos poner un mega shopping del contrabando ahí mismo. Aunque, era seguro que ese negocio ya estuviera funcionando allí mismo delante nuestro, entre las lianas, detrás los potus gigantes y manejado por estos pescadores sin caña.
Cerca de ahí, seguimos un camino por la costa y encontramos varios “puertos” más que ofrecían excursiones a la Isla Pindo-i, pero no vimos persona alguna, ni isla cerca. Unos carteles indicaban el procedimiento a seguir. Para ser cruzado a la isla había que pararse de frente a la costa y hacer luces con el vehículo. El costo por persona era de seis pesos. Los objetos que uno traiga consigo son responsabilidad del que los carga (sic). Es imposible controlar la frontera. Imposible.
Seguimos viaje. El camino se alejaba de la costa y se internaba en la selva nuevamente. A los pocos kilómetros, a un costado, la selva hacía una pausa. Descubrimos un terreno con un alambrado perimetral, era un jardín bien cuidado. Paramos. El pasto y las plantas estaban mantenidos a raya. Era un triángulo robado a la jungla, como si alguien hubiera querido construir allí su casa de fin de semana. Pero no había ninguna construcción, a no ser un cantero de ladrillos y una lápida. Bajamos a ver. Abrimos una puerta de rejas con la certeza de estar violando el descanso de alguien importante. Bromeamos con las típicas escenas de las películas yanquis. Las lianas y los potus nos iban a amordazar, los árboles cobrarían vida y las plantas carnívoras nos devorarían como turistas entrometidos y nada más se sabría de nosotros.
La tumba era de Luis Espeche, muerto en el 86. Su familia lo recuerda con cariño: “Lucho, querido”. Su última voluntad habría sido que lo enterraran en ese lugar, en medio de su selva. Hicimos silencio, tratábamos de entender y no tocamos nada.
Un hombre pequeño venía caminando delante de su familia. Venían por un sendero zigzagueante. Salieron de las entrañas de la selva. Aparecieron de la nada, sin hacer ruido. Se llamaba Isidoro Valdés pero yo todavía no lo sabía. Eran dos mujeres y tres chicos los que estaban con él. Las mujeres llevaban un buzo enrollado en la cabeza a modo de turbante, para protegerse del sol o de los insectos. Uno de los chicos tenía puesta una camiseta de Boca con la publicidad de Megatone. El azul había decolorado a un violeta oscuro y en la espalda decía Román. Los chicos y las mujeres saludaron al pasar y siguieron de largo. El hombrecito se quedó hablando con nosotros.
Nos dijo que el señor Espeche era una persona muy bondadosa y que él y su familia vivían ahí desde siempre. Isidoro tenía el cuerpo y la cara de un jockey. Llevaba una camisa a rayas, un pantalón claro que llegaba a la mitad de las pantorrillas y unos mocasines deformados de tanto mojarlos. Su voz era suave. Sonreía permanentemente. Le faltaban todas las muelas. Una de las mujeres lo llamó, pero él siguió hablando como si nada.
– ¿Qué hacen por acá?
– Paseábamos.
– Es lindo el lugar este. Está muy bien cuidado.
– Yo lo cuido. Todos los días paso.
– ¿Quién era Espeche?
– Mi patrón era. Era el dueño de todo esto. Desde el río hasta la ruta y desde la bajada de Puerto Maní, hasta más allá. Yo vivo en…
El y su familia esperan que los herederos les donen el terreno donde tienen su casa. Todavía esperan. De todos modos, cuando se construya la presa, toda esta zona va a ser tragada por el río.
Dicen que tomar agua del Paraná, embarrarse con tierra colorada y engancharse con una mujer de acá es el rito necesario para que la selva te atrape y no te suelte más.
(Por ahora, tengo dos de tres)



fotos del lugar:
http://picasaweb.google.com/hilagonzalez/MisionesLaTumbaDeEspeche#

1 comentario:

  1. Buenísimas las fotos!
    Después escribí sobre la navegación, que no entiendo por dónde anduvieron. ¿También el Paraná?

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